Me levanto, hoy terminó la cuarentena. Me lavo las manos veinte segundos con jabón, por si quedó algo del virus. Me miro en el espejo y me digo: He sobrevivido. Me visto con la misma ropa de ayer (no creo que al virus le gusten mis viejos pantalones), me afeito y salgo a desayunar al bar de siempre. Empujo la manija de la puerta del bar sin guantes y entro. El lugar está casi vacío, aunque poco a poco empiezan a entrar algunos. Los que ingresan se saludan y se sientan separados. Me siento en la barra y me dirijo al camarero. ¡Se acabó! —le digo—. El camarero asiente con la cabeza. Luego le pido un café y una tostada con aceite. Desayuno saboreando un café de máquina. Salgo del bar, veo gente caminando al trabajo, todos mantienen una distancia prudente. Los que perdieron su trabajo no están. Los que están, caminan pensando que lo pueden perder. Me dirijo al kiosco de siempre. Compro el diario, me pongo las gafas y leo: ¡Acabó la cuarentena! Y sigo leyendo, más abajo, en letra pequeña, casi inadvertida: “Desde el día de hoy estarán abiertos los cines, los teatros y los lugares de baile, pero se recomienda bailar a un metro y medio de distancia”. Cierro el periódico, camino por una calle llena de gente. Siento miedo, no sé a qué. El virus ya no está.